lunes, 20 de octubre de 2008

Un País para Todos. Roberto Sansón Mizrahi



En una democracia coexisten partidos de gobierno y partidos de oposición. Los roles que juegan cada uno son diferentes pero complementarios: unos gobiernan y gestionan mientras que la oposición monitorea, controla, propone alternativas y, en ciertos casos, participa en alguna medida de un co-gobierno. Con el paso del tiempo y el cambio de circunstancias quienes hoy gobiernan pueden mañana ser oposición, así como quienes hoy son oposición pueden en el futuro asumir funciones plenas de gobierno. De primar una voluntad constructiva los roles complementarios entre gobierno y oposición no hacen sino reforzar la gobernabilidad democrática mejorando la calidad de políticas y prestaciones que regulan la marcha de un país o localidad. En cambio, si esa voluntad constructiva no existiese, una permanente confrontación enervará, desviará o esterilizará buena parte de la energía social del país o la localidad. Lo que está en juego cuando se trata de encauzar una buena relación entre gobierno y oposición no es tan sólo la suerte electoral de cada quien –como puede ser la visión prevaleciente en ciertos políticos de mente estrecha- sino, mucho más importante, el bienestar y el desarrollo de la sociedad en la que esas fuerzas políticas se desenvuelven.

La interacción entre gobierno y oposición se da en un trasfondo competitivo muy complejo que generalmente mantiene tensas las relaciones entre las partes. Es que quienes gobiernan buscan mantenerse en el poder y quienes son oposición buscan reemplazarlos en el gobierno. Lo que a veces no se aprecia debidamente es que el país necesita la energía y las perspectivas de la oposición para fortalecer un desarrollo justo y vigoroso, y que ese mismo país requiere asegurar condiciones para que quienes gobiernan puedan gestionar para beneficio de todos. El gobierno que contase con la colaboración crítica de la oposición tendrá mejores perspectivas para lograr satisfacer las aspiraciones de la población. Por su parte la oposición que lograse afianzarse ofreciendo una colaboración crítica al gobierno de turno verá reforzada su credibilidad y, si llegase más adelante a constituirse como nuevo gobierno, encontrará mejores condiciones de contexto para conducir su gestión.

Fuerzas políticas que no promoviesen una formación responsable de sus cuadros y que creyesen que sus opciones son muy limitadas podrían tentarse a funcionar en base al petardismo, a denuncias interesadas y no bien sustentadas, abusando del oportunismo para colgarse de cualquier situación inesperada o desfavorable buscando por todos los medios llevar agua para su molino sin considerar el impacto que su accionar pudiera estar causando al país o a la localidad.

En verdad, en ambos lados –oposición y gobierno- se encuentra todo tipo de personas y de actitudes: los hay honestos y los hay corruptos; estadistas de visión larga y políticos cortoplacistas; aquellos que ofrecen colaboración estratégica focalizada en el bienestar general junto con quienes tan solo buscan sus propios espacios de poder. El desafío es operar en ese heterogéneo mar de actores y procesos de modo de lograr colaboración constructiva entre representantes de intereses y valores muy diversos.; ver cómo sumar las energías del gobierno y de la oposición para bien del conjunto sin anular sino preservando legítimas diferencias. Algo así como trabajar la unidad nacional a partir de la diversidad de sus partes componentes.

Colaboración en un contexto de eventual alternancia

La alternancia en el gobierno es una posibilidad prevista constitucionalmente en las democracias aunque todo partido político tiene una vocación natural de permanencia en los espacios de poder que ocupa. En última instancia son los electores quienes deciden una eventual alternancia pero está claro que ninguna fuerza política la promueve de por sí sino que procura permanecer indefinidamente en los niveles de gobierno a que hubiere accedido. De ahí que la dialéctica de relacionamiento entre partidos de oposición y de gobierno, más allá de ciertas reglas de convivencia que la democracia impone, lleva casi naturalmente a diferir sobre políticas de gobierno y, en más casos que los que sería saludable, a antagonizar. Es que el cálculo electoral está siempre presente y muchas veces sesga opiniones y angosta los espacios y oportunidades de colaboración. Esto se agrava cuando median actitudes oportunistas: basta que una de las partes busque aprovecharse de su poder relativo para que las otras se vean forzadas a reaccionar, sea defensivamente por instinto de conservación, sea contra-atacando por revanchismo o para reconquistar espacios perdidos o amenazados.

Con esta dinámica de relacionamiento oportunista entre oposición y gobierno están dadas las condiciones para avanzar (o retroceder) a través de una trayectoria inacabable de subóptimos sociales: en lugar de lo que podría lograrse de concertar esfuerzos, talentos, perspectivas diferentes, se cae en antagonismos que esterilizan ingentes esfuerzos organizativos y que traban o descarrilan iniciativas que, de otro modo, podrían aportar al bienestar del conjunto social.

Queda dicho que la mezquindad de ciertos espíritus tiende a ser contagiosa y si no se la enfrenta y supera con determinación y altruismo puede hacerse común denominador de todas las fuerzas políticas.

Partidos políticos, prebendas y privilegios

Es un hecho que en un mismo escenario histórico existe una diversidad de estructuras y movimientos políticos que pugnan por obtener cuotas de poder. Esas cuotas de poder constituyen un permanente desafío para quienes dirigen los partidos o las agrupaciones políticas porque el poder engendra oportunidades de acceder a prebendas o privilegios, sean para sí o para sus seguidores.

En ciertos países los partidos políticos adoptan o toleran sistemas de corrupción organizada para proveerse del financiamiento necesario que les permita seguir desarrollando su trabajo político mientras gobiernan (pero también cuando no son gobierno pero detentan cuotas de poder). Los partidos se apropian ilegítimamente de recursos para financiar a sus directivos y a los cuadros que les son afines. Esos recursos pueden ser públicos (como son el desvío de partidas presupuestarias hacia su propio espacio político, asignación discrecional de cargos públicos para sus partidarios, otorgamiento de subsidios, prebendas o privilegios para quienes los financian, etc.) o privados (estos últimos expresados en coimas, obsequios o aportaciones financieras muy vinculados al otorgamiento de privilegios especiales, a políticas públicas que los favorecen, o a obtener contratos públicos a través de la manipulación de licitaciones, entre muchas otras modalidades).

Cuando no está resuelto un sistema legítimo y transparente de financiamiento de los partidos políticos (un tema muy espinoso y controversial en todas las democracias), se generan condiciones para que las conductas transgresoras o delictivas prevalezcan y la corrupción se extienda como una mancha generalizada en todo el espectro del arco político. Cuando se avanza por el camino de la apropiación de recursos públicos o privados para fines políticos y personales se abre una avenida de abusos y un modus operandi muy difícil de contener y más aún de eliminar.

Es que sin financiamiento adecuado se hace muy difícil competir con aquellos partidos inescrupulosos que acuden a todo tipo de medios para proveerse de los recursos que les permitan mantener casi indefinidamente sus cuotas de poder. Surgen y se consolidan cacicazgos nacionales (como terminan siendo algunos líderes sindicales, de asociaciones empresariales, de movimientos territoriales, de agrupaciones políticas), así como un aguerrido nivel de caudillos locales; de modo que si, por ejemplo, el partido al que pertenecen o con quien tienen acuerdos o entendimientos perdiese importancia o desapareciese, esos caciques y caudillos procuran migrar con sus “activos de prebendas y privilegios”, algunos abiertamente delictivos, a otras tiendas políticas ávidas de esas bases de militantes y del financiamiento que disponen.

Importantes segmentos de la “clase política” tienden a esconder o tapar estas situaciones sabiendo que todos ellos beben de esas mismas fuentes de recursos. Se establecen así códigos de silencio entre partidos y agrupaciones que son muy difíciles de desmontar. La amenaza de ajuste de cuentas para quienes violen esos códigos está siempre presente y, cuando resulta necesario, se materializa en contra-denuncias, acorralamiento, marginación, ostracismo o eliminación directa del díscolo u honesto.

Como la corrupción se hace obviamente escondiendo evidencias y dándole un formato legal lo más acabado posible, resulta difícil de combatirla a través de la justicia que exige pruebas, evidencias y férreos procedimientos procesales, muchas veces imposibles de obtener o de seguir. Es así frecuente que quien denuncia actos de corrupción sin el debido asesoramiento termine enjuiciado por difamación y otras causales cargando sobre sí el peso de la ley que en verdad debiera recaer sobre los corruptos que cuentan con el poder y los medios para asegurarse impunidad.

Cuando la corrupción está generalizada y se torna sistémica se contaminan todos los procesos políticos porque las alianzas y los acuerdos se transforman en un mercado de reparto de prebendas y de intercambio de áreas de extracción de recursos públicos o privados. Esto para mí, esto para ti, y esto para aquel. Son como cotos de caza que se reparten quienes detentan cuotas de poder (sea que estén en el gobierno o en la oposición) para provecho personal y de quienes los siguen.

Es obvio que esto sesga tanto la forma de gobernar como el sistema de asignación de recursos. No sólo se dan deplorables ejemplos de corruptos enriquecidos con impunidad y se incurre en gruesos costos totalmente evitables, sino que se priorizan aquellas obras, servicios o emprendimientos que permiten extraer con mayor facilidad las prebendas o coimas en lugar de otros, probablemente más necesarios y estratégicos, pero que no facilitan o no son funcionales a esa ilegítima apropiación de recursos.

Cuando esto sucede se desnaturalizan los llamados a la colaboración política porque cualquier “colaboración” se desvirtúa y pierde sentido cuando se trata simplemente de comprar aquiescencia, silencio o complicidad.

Lo más grave es cuando esta situación cristaliza como cultura política prevaleciente y casi todos los actores políticos la aceptan como parte normal de las reglas de juego. En esas condiciones quien no se haga parte del sistema de prebendas y privilegios estará en serias dificultades, navegando en soledad y enfrentando por su cuenta muy fuertes y adversas corrientes.

Algunos políticos avezados suelen tolerar ciertos espacios de corrupción aunque ellos no lucren personalmente con ellos. Su argumentación es que compran “paz social” cooptando con prebendas a dirigentes políticos, sindicales o territoriales capaces de controlar bases que, de otro modo, podrían causar turbulencias indeseadas. Su apuesta es que haciendo esas concesiones logran ensanchar los espacios mínimos que necesitan para poder gobernar. Solo que al tolerar corrupción y prebendas posibilitan la reproducción de focos infecciosos que suelen después desbordar los espacios en que se desarrollaron originalmente proyectándose destructivamente sobre otras dimensiones del cuerpo social.

Por cierto que estas actitudes de tolerar una corrupción supuestamente limitada para lograr mayores grados de gobernabilidad es cuando menos controversial. Quienes las practican afirman que sin esa “flexibilidad” los políticos honestos terminan como perdedores sin poder ejercer su voluntad de transformar el sistema perverso del que, con mayor o menor conciencia, hacen parte.

Senderos de colaboración en medio de la heterogeneidad de fuerzas y actores

La oposición no suele ser un universo homogéneo ya que en su seno coexisten una diversidad de fuerzas y agrupaciones que representan una gran diversidad de intereses buscando cada una aportar sus propias opiniones y perspectivas. Las fuerzas políticas procuran influir sobre la agenda y la trayectoria de desarrollo del país o de la localidad calculando al mismo tiempo cómo generar o expandir sus propios espacios de poder. Se trata de controlar o cuando menos influir sobre diferentes resortes de poder, como son la designación de personal en cargos públicos, la administración de recursos y el dictado de regulaciones, permisos y prohibiciones en las jurisdicciones en las que se desenvuelven.

El partido de gobierno tampoco suele ser una fuerza política homogénea ya que dentro de sus filas se desarrolla una cantidad de corrientes y movimientos. Esta diversidad de fuerzas internas se tensa cuando se accede a crecientes espacios de poder ya que quien gobierna gestiona recursos públicos e influencias de mucha mayor envergadura que cuando se está en la oposición.

En las relaciones que se establecen entre gobierno y oposición hay legítimos momentos y espacios para diferir. A través del cruce de ideas y perspectivas es posible mejorar la gestión gubernamental y su impacto. Pero este objetivo se alcanza si efectivamente se lograse integrar en la gestión de gobierno las perspectivas y las sugerencias que pudieran consensuarse con la oposición. Esta síntesis constructiva podría al mismo tiempo fortalecer las propias plataformas y perspectivas de los partidos de oposición. En cambio, si se bloquease cualquier posibilidad de complementación constructiva entre gobierno y oposición, si no fuésemos capaces de producir ninguna síntesis superadora que mejorase los resultados de la gestión pública, estaríamos absurdamente derrochando uno de los recursos más valiosos que una sociedad dispone: su capacidad de realización.

¿Cómo entonces operar constructivamente en la dialéctica de sumar esfuerzos de organizaciones políticas que son adversarias, siempre atentas al cálculo electoral, y las necesidades del electorado (el conjunto de la población) que debiera tener mayor entidad y prevalencia que la pugna entre partidos? Esto es, ¿cómo lograr que partidos diversos colaboren sin que esa colaboración implique favorecer a unos sobre los otros?

De lo que se trata es de enrumbar la dinámica política de modo que el país funcione mejor y que su potencial pueda desplegarse a pleno. Y para que esto sea sustentable en el tiempo debiera darse de forma de fortalecer la institucionalidad y la gobernabilidad democrática.

Hay un concepto que encapsula buena parte de los resultados que se esperan de una sana y constructiva competencia política. Ese concepto es el de políticas de estado; que son aquellas políticas que la mayoría de las fuerzas políticas de un país o de una localidad, especialmente aquellas con mayores probabilidades de acceder a funciones de gobierno, acuerdan en forma explícita llevar adelante más allá de las eventuales alternancias democráticas.

Cuando las principales fuerzan políticas llegan a acuerdos para elevar determinados temas o áreas de acción pública al nivel de política de estado lo que se está logrando es mayor previsibilidad para que los diferentes actores que participan de la realidad nacional o local puedan planificar a mediano y a largo plazo. Asegura también continuidad y persistencia en la consecución de objetivos que han sido consensuados, reduciendo el costo o el derroche que significan las constantes marchas y contramarchas.

Las políticas de estado cierran o cuando menos angostan los espacios para arbitrariedades y el otorgamiento de prebendas o injustos privilegios. En ese sentido le quitan también oxígeno a actos de corrupción encarando con mejores perspectivas la lucha por evitar la reproducción de los procesos más agravados de corrupción organizada.

En otras publicaciones de Opinión Sur hemos encarado este crítico tema de las políticas de estado abordando, entre otros, los siguientes aspectos: quiénes podrían liderar el proceso de adopción de las políticas de estado, cómo lograr su aprobación, los ajustes periódicos que es necesario introducir en ellas, cómo se las sostiene, las múltiples formas de desvirtuarlas[1].

Lo que debe quedar claro es que no hay soluciones mágicas para lograr y sostener una gobernabilidad democrática que sea honesta, efectiva y transparente. Desde ya que ningún piloto automático podrá reemplazar la actitud alerta y responsable de los ciudadanos. Pero al menos, cuando se dispone de políticas de estado, se cuenta con una referencia de mediano plazo para contrastar la acción de los gobiernos de turno y de esa forma obligarlos a rendir cuentas en función de esos acuerdos estratégicos de fondo.

El sostén último de las políticas de estado será siempre la voluntad popular con lo que, una vez más, se destaca en lo más alto de la agenda contemporánea la crítica importancia de generar desde el sistema educativo, los formadores de valores, los medios de comunicación, las organizaciones de la sociedad civil y las propias familias, no sólo electores, consumidores o espectadores democráticos sino fundamentalmente ciudadanos plenos, responsables, activos, con conciencia crítica, espíritu generoso y actitud constructiva. Es en ese nivel íntimo de cada uno de nosotros donde se libra la más trascendente lucha por elevarnos en comprensión y significación. Y no por casualidad, más allá de cinismos o descreimientos, es allí donde anida la esperanza y la potencialidad transformadora.


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[1] Un País para Todos, libro de la Colección Opinión Sur, autor Roberto Sansón Mizrahi, Editorial Del Umbral, junio 2006, páginas 169 a 183.


http://www.jornada.unam.mx/2007/05/13/index.php?section=politica&article=018a2pol
http://www.anarkismo.net/article/9522
http://colombia.indymedia.org/news/2008/08/90998.php

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